'/>

lunes, 11 de febrero de 2008

EL DIARIO DE NAPOLEÓN UGARTE


En esta entrega, nuestro ilustre personaje nos contará el final de aquella aventura que emprendió para deshacerse de los vendedores de maíz y de las palomas que se habían apoderado de aquella plaza, que fue mudo guardián de un añorable secreto.




Le he ganado al gallo al levantarme más temprano de lo acostumbrado. Antes de que cante las seis de la mañana con esa voz ronca y burlona, yo habré puesto punto final a esta batalla contra la indulgencia.

Tengo la directrices claras: nadie entrará en la plaza (sobre mi cadaver) y las palomas hoy planearán su último viaje. Por los collares que alguna vez lució mi abuela.

He llegado a la escena. Treinta metros de soga olorosas de gasolina me han servido para transformar los límites de mi querida plaza en un cerco de carcelería.

Tiembla mi mano, vieja y arrugada, al momento de reajustar uno de los últimos nudos que he hecho. Se han puesto rojas mis palmas, y es que a la edad que tengo, la fuerza se va haciendo perezoza, aunque mi espíritu siga endomoniado e indomable.

Las agujas del reloj no se detienen en mi mano izquierda, en cuya muñeca un rólex de los 70 le está cediendo mínimos momentos de existencia a esta plazita mía.

En 20 minutos ellos llegarán. En uno de mis bolsillos de mi pijama tengo una cajita de fósforos presta a actuar en el momento dado. Lo acompaña en ese encondite de mi ropa, una navaja, un lapicero Faber Castell y un pañuelo nuevo, el cual al verlo me sirve como boleto para recorrer el túnel del tiempo, y regresar a treinta 30 años atrás, rememorando un suceso que pocos conocen, un extraña mezcla de felicidad y olvido que toma por asalto mi corazón, mi guerrero corazón.

Carla Bejarano Alcántara siempre supo. Y yo también supe. Los dos supimos, el principio de todo lo que deseábamos hacer, cada noche que nos encontrábamos en uno de los lugarcitos de la plazita.

Aún con algunos minutos tarde, el corto tiempo de nuestros encuentros se extendía a besos eternos que la noche hábilmente vigilaba, en su estrellado manto negro. Las caricias seguían su normal curso mientras los luminosos faroles de antaño morían en silencio, hasta convertirse finalmente cómplices de nuestro improvisado nido.

A veces eran flores arrancadas de jardines vecinos, o chololatitos de la chingana del barrio las sorpresas con las que todos los días reafirmaba mi querer y ternura hacia Carlita. En ocasiones mis lujos lo integraban uno que otro regalito decente que sacaba fiado de un casero del mercado.

Ella era feliz. Me lo dijo siempre: soy feliz a tu lado. Yo también. Y nada, ni siquiera sus amargados y coléricos padrastros, que la tenían vigilada hasta la tarde, podían impedir que cada noche, a la misma hora y en el mismo escondite, nos besemos sin desenfreno, para después recostarnos en un terreno pastoso de nuestro nido, y así contar cada luz brillante en el cielo, como excusa para darle más horas de vida al día nocturno y a nuestro noviazgo.

Y un día, un día maldito, ella no llegó. Desperado miraba el rólex que debaja pasar los minutos mientras mis ojos verdes vigilaban sin éxito el callejón por donde veía caminar siempre a la dueña de mi alma.

Quedé agachado entre mis rodillas, sosteniendo en mis manos el primer regalo decente que le puede haber comprado: un conjunto de doce rosas de la mejor florería de la ciudad.

Las rosas pernoctaron solitarias. Y Yo, borracho, inseguro de mí, dormía en una mesa inglesa del más tradicional bar del Rímac cuando Panchito, mi mejor amigo, me sacudió la cabeza dejando un sobre amarrillo que olía a jazmin y canela. Era la fragancia de ella.

"Querido Napoleón:

Voy a viajar contra mi voluntad. Mi padre ha sido convencido por un tipo hacendoso, que está dispuesto a darme el dinero y amor, que según mi madre, nadie me puede dar en la ciudad.

No deseo irme de ti, pero me voy. Me viviste mucho, pero te he vivido poco. ¿Cómo seré feliz sin ti, sin tus arrumacos? Seguro que mañana dormiré bajo el cobijo de otro hombre.

Viajo contra mi voluntad. Ellos finalmente supieron lo nuestro. Nos vieron. Te vieron. Te juzgaron. Te desaprobaron pero igual te amo. Mañana seguramente amaré a ese hombre del que tanto hablan. Pero cuando esté sobre mí, tratándome de amar como una fiera, recordaré que eres tú para no pasar el resto de mis vidas añorándote en tristeza.

No te volveré a ver más, mi vida. Ámame como quieras. Tú siempre serás mi hombre aquel que me ayudaba a contar en la plaza las luces del cielo".



Acaba de cantar el gallo la hora marcada. Una tribu de vendedores hace su aparición en la escena como por arte de magia, a la par que la niebla de invierno se despeja a las cumbres más alta de Lima.

Están sor-pren-di-dos. Están dispuestos a todo. Quieren romper mi cerco. Un cuchillo se balancea sobre una de las cuerdas de gasolina.

No retroceden. Me han visto, me están señalando desde donde se ubican ellos, como a media cuadrita. Sobre mi cadaver.

Los oigo rugir. Empiezan a decirme algo, y no les entiendo. Yo y mi entusiasmo no les comprendemos ni una coma de lo que profieren.

Han intentado atraparme. He huído con las justas. Corro rápido hacia un parte de la plaza. Me siguen. Lanzan piedras. Esquivé una. La otra rozó mi cabeza.

Vienen más por mí. No son solo cuchillos lo que se están preparando en mi honra: un sable antiguo se deja mirar bien afilado.

Y solo entonces cuando creí por un segundo iba a recibir una golpiza mortal, supe que el momento había llegado.

Corrí más rápido que nunca. Llegué a la puerta principal. Los encerré.

Caminé despacio teniendo el hecho consumado cuando las palomas llegaron en manadas. Se posaron sobre la acera pétrea de la plaza buscando comida.

Los vendemugres huyeron a todos lados sin hallar la salida.

Una cabeza de palito de fósforo se encendió animoso y centellante en mi mano derecha.

El amarillento ardor acortaba distancia entre mí y la cárcel cercada de soga con gasolina. Más y más, mi mano temblorosa quería hacer justicia verdadera. Pero más y más, mi temores también se iban disipando para darme más valor.

El fuego comenzó a hacer de las suyas con los primeros metros del cerco.

Las palomas volaron desesperadas. Oía gritos de temer, llantos incontenibles e ingastables improperios que solo hacían de mí el tipo más feliz del mundo.

El infierno está a mi lado, brillando de amarillo, conformando olas rojizas y anaranjadas de llama insaciable.

Llegaron más cerca los gritos. Los oí solicitar socorro.

Al voltear para observar cómo las palomas hacían su última aventura de retorno a sus nidos, una piedra impactó en mi cara de dandy. Y me quedé profundamente dormido.

En la cama de un hospital, mientras nacía un tal Simón, una mano de mujer sobaba mi piel avenjentada.

Abrí los ojos y me di cuenta que no había nadie en la sección de recuperación.

Un día pasó desde aquella venganza mía. Leí los periódicos y revisé uno por uno las noticias locales.

Nada grave. La mayoría de diarios habían dado a conocer un suceso extraño, en una plaza del cercado, en donde medio centenar de humildes comerciantes de maíz se salvaron de morir, luego de que un sujeto, aún no identificado, prendió fuego al lugar.

Un vocero de los vendedores confirmó que todos se hallaban a salvo y que buscarían otro lugar dónde ganarse el pan de cada día, porque, según aseguraban muchos compañeros suyos, un tipo viejo y loco, los tenía siempre amenazados y nunca les dejaba trabajar en paz.

En el diario más importante de la ciudad, leí como una mujer socorrió a un tipo que yacía desmayado luego que impactó en el rostro una sólida piedra que, según tesigos, fue lanzada desde el interior de la enmarañada plaza cercada.

La mujer declaró que conocía al hombre desde hacía muchos años y que por eso lo llevó al nosocomio más cercano para que le auxiliaran de inmediato. Unos vecinos del lugar aseguraron, sin embargo, que ese tipo tendido en el suelo fue el que provocó ese incendio que no dejó víctimas mortales.

Aquí, vivo, sobre el blanco colchón del pabellón "C", cama 25, celebro íntimamente esta batalla ganada. No morí pero gané y protegí el lugar en donde Carlita y yo fuimos muy felices.

Para no levantar sospechas, no volveré más a la plaza quemada. Si algún día me muero de verdad, me gustaría que un dios me dé una vida más para volver a contar las luces brillantes del cielo, al lado de Carlita. Amén.

0 Comments: