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domingo, 2 de marzo de 2008

Los sonidos de la memoria

Con mucho cariño
para 'Ella', que se aleja
y se acerca.


El director de orquesta ingresó apresurado a la sala de concierto, despeinado y con una mirada contenida que encajaba ceremoniosamente con la frente en alto que se dejaba relucir por lo reflectores.

Al aparecer en el escenario su alta, delgada y jorobada imagen, una multitud de melómanos se puso de pie y empezó a juntar las manos para formar un único aplauso de admiración y respeto, que se oyó hasta el escondite más secreto del teatro.

El inicio del espectacular recibimiento, que causaba inusitado rubor y nerviosismo al maestro de música, continuó desde los palcos más selectos donde provenían gritos que halagaban su nombre, a la vez que un conjunto de damas, entre ellas entusiastas jovencitas, lanzaban rosas y pañuelos perfumados.

Cuando él más famoso director de orquesta de la historia de la música moderna llegó al atril donde le aguardaba una gruesa partitura, la muestra de afecto tomó aires de extrema cursilería, a tal punto que los encargados de limpieza del teatro aparecieron veloces en el escenario para recoger algunas prendas íntimas que indebidamente fueron lanzados desde la platea.

Elegantemente vestido, con un frac suizo que se mandó a fabricar para este certamen, el genio juntó las piernas y agradeció el gesto inclinándose unas seis veces sin flexionar las rodillas. Ese determinado ritual de cortesía lo venía haciendo desde hace 50 años, cuando saltó a la fama por su dirección de la ópera ‘Ella retorna sin mí’.

Hoy día, con 67 impresionantes abriles encima dedicados a la interpretación y deleite, el más venerable genio musical en vida, dará su última tocada ante un impresionante fanaticada de 10, 000 personas.

Se erguió y sintió de inmediato el adormecimiento de su pierna izquierda, momento de fastidio que coincidió cuando dio media vuelta para toparse cara a cara con el mar de músicos de la orquesta, que permanecieron parados e inmóviles como si habrían sido convertidos solemnemente en piedra.

Las hurras y vivas vibraron en las partes internas de las columnas y paredes del teatro. Distraído por esta imprevisible muestra de cariño, la inminencia de la música tardó en darse cuenta de que una mujer madura, que era una ejecutante en la sección de flautines, le besó dulcemente la mano derecha en cuyos dedos llevaba puestos un par de anillos de oro.

La batuta esperaba tímida al lado de la partitura. Las variadas marcaciones de notas adornadas con tranquilas y caprichosas indicaciones del compositor pronto tendrían vida. Antes de eso, un halo de silencio se adueñó del salón y el público poco a poco se acomodó, ahora ya serenos, en los asientos aterciopelados.

La figuraba que captaba la atención levantó la manos y dejó en suspenso la cabeza baja, que quedó inmovilizada en un lapsus de recuerdos y momentos vividos. Hoy sería el adiós del músico, pensó; pero el corazón del hombre astuto, apasionado y viejo seguiría latiendo hasta que le toque la hora de partir, auguró.

El primer trompetista tenía presta la atención en la batuta que permanecía suspendida en el aire oscuro de la sala.

Cuando vio la señal, la mano derecha apuntó hacia él y de inmediato soltó de sus amplios pulmones el aire necesario para dar con las notas adecuadas del primer movimiento de la sinfonía.

Una sombra de juventud se apoderó del anciano genio. Sus manos dibujaban conexiones extrañas entre la nada guiando bruscamente a la orquesta a un mundo mágico gobernado por las fuertes trompetas que reventaban los oídos. Los violines chirriaban acongojando los corazones de los espectadores, a medida que los timbales tocaban en conjunto un ritmo condenatorio y vigoroso.

El director de orquesta comenzó a dar saltó atléticos. Cuando sus pies pisaban las maderas, la orquesta emitía golpes fuertes al unísono, que se proyectaban como los puños de un dios enfurecido.

Ágil, la flauta emitió un re sobreagudo, al que le siguió el clarinete, que a su vez fue secundado por los cornos, componiendo la melodía de una canción de esperanza y alegría. Pero de nuevo retornaron al ataque los timbales y las trompetas, a la par que las cuerdas de los violines se dejaban mancillar por el arco que les hacía llorar desmedidamente y sin consuelo.

El llanto se difundió a través de la primera sección de violonchelos y contrabajos que se enfrentaban cuerpo a cuerpo por tener mayor protagonismo, ganando los segundos por nock out.


El maestro entonces ingresó en unos de sus tantos trances, cuando su vista se nubló de blanco y desde el interior de su humanidad se elevó un grito inmortal e incomprensible de furia.

El efecto del sedante tuvo resultados rápidos. En partes desiguales, las imágenes fueron desmembrándose de su enturbiada memoria, mientras su garganta asimilaba a tiempo la desgarradora voz de una fiera indomable.

Los enfermeros lo sujetaron de los hombros. Uno tuvo la certeza de cubrirle la boca con un esparadrapo, para evitar que otros discapacitados lo escuchen y sigan el mal ejemplo.

Un minuto después, el cuerpo del paciente 1144 se desvanecía en el piso para comenzar a dormir.

Al ver esta escena, se le apagó la voz a su compañero de cuarto, el 1145, quien se tapó la cara con sus laceradas manos. El doctor de turno lo observó y le indicó a uno de los enfermeros que le inyecte una dosis completa del paraqueolvides.

Cuando la larga aguja se abrió paso en la piel del 1145, este aceptó sin queja.

Al sentir que le faltaba un par de segundos para explorar las profundidades de los sueños, escuchó en un ángulo de la habitación el golpe final de un timbal y una trompeta, que fue proseguido de una ovación que nunca terminó de sonar.

1 Comment:

Unknown said...

La memoria fiel amiga e implacable amantes que cuando menos lo esperas te baja en una del cielo al suelo =S Y tomamos la batuta y a tomar otra canción